Charles Dickens junto a sus personajes, ilustración de W. H. Beard (Fuente: Wikipedia)
La caracterización de cualquier personaje literario está compuesta de tres
elementos. La descripción (alto,
flaco, ojos negros, sombrero de raya diplomática), las acciones (chasqueó los dedos y le guiñó un ojo a la corista), y el diálogo (y acto seguido exclamó “¿A qué
viene esa mirada tan triste, encanto?”). Es generalmente aceptado que son estos
dos últimos elementos los que realmente deben usarse para la caracterización de
un personaje, pues viene implícitamente expresado por una de las máximas de los
escritores: ¡No lo cuentes, enséñalo!
Sobre las
acciones y el diálogo se podría hablar mucho, pero hoy quiero concentrarme en
el patito feo, la descripción, ya sea ésta prosopografía (referida a rasgos
físicos) o etopeya (referida al carácter). Y ahora que he podido soltar esas
dos palabrotas y he demostrado a todo el mundo que soy muy listo y conozco mi
oficio, vamos a lo interesante.
En mi opinión, la descripción de un personaje ha
de ser mínima pero significativa. Debe decirse mucho con muy poco y hay que
centrar al lector en lo relevante o en lo insólito. Dos o tres pinceladas han
de ser suficientes para ese primer encuentro entre el personaje y el lector. Esta
descripción es importante para los personajes principales de una novela o
relato y casi más importante para los personajes secundarios, y en concreto
aquellos que aparecen de repente (sirviendo una copa, aparcando un coche) y
vuelven a desvanecerse con la misma celeridad.
Algo que nunca hay que perder de vista es que un personaje no es una persona, sino la
ilusión de una persona, del mismo modo en el que los árboles que forman
parte del decorado de una función teatral no son un bosque, sino la ilusión de
un bosque. Incluso en las historias basadas en personajes, y no en trama, un
personaje no deja de ser un “constructo” creado para resolver uno o varios
problemas en una obra literaria.
Con esto no quiero decir que la descripción tenga
que ser acartonada, y que el personaje carezca de vida. Pero la descripción de
un personaje no debería ser una lista interminable de rasgos físicos o de cualidades
mentales, sino dos o tres atributos que brillen y que lo doten de identidad. Orson
Scott Card nos lo advierte: Descripción
física no es lo mismo que caracterización.
Por ejemplo, Ray Bradbury quería que sus
personajes vivieran siempre al límite, y que lo hicieran todo de forma
apasionada. Aunque pueda parecer un poco
exagerado, yo creo que tiene mucho sentido. Las personas de verdad no son así,
pero se necesita una cierta exageración para crear a un personaje. La caracterización
literaria magnifica sus rasgos para potenciar una imagen específica en el lector, que rellena inconscientemente los espacios entre las palabras,
generando el personaje completo.
Observa la descripción
que hace Charles Dickens de James Carker en “Dombey e hijo”:
“El señor Carker era un caballero de unos treinta y ocho a cuarenta
años, de apariencia saludable y con dos
filas de dientes impecables y brillantes, cuyo aspecto homogéneo y blancura
resultaban bastante inquietantes. Era imposible dejar de mirarlos, ya que los
enseñaba siempre al hablar; y sonreía tan ampliamente (una sonrisa sin embargo
muy extraña, que se extendía más allá de su boca), que había algo en ella que
recordaba al bufido de un gato. Llevaba un pañuelo blanco y rígido en el cuello
(…), y siempre vestía ropas muy apretadas, abotonadas hasta arriba.”
“Dombey e hijo”, C. Dickens, Traducción
propia.
Dickens ha sido muy
alabado precisamente por el modo en el que caracteriza a sus personajes. Aquí
se puede observar cómo centra la atención del lector sobre un único rasgo. La
sonrisa de Carker es tan brillante que, de hecho, anula prácticamente cualquier
otro dato descriptivo que el autor haya ofrecido con anterioridad. Quita la sonrisa y del señor Carker no
quedará nada en la cabeza del lector. Un hombre de unos cuarenta años con
un pañuelo blanco. Una imagen que llega rápido y que se va con la misma
rapidez.
De nuevo, descripción
física no es caracterización, pero si se hace bien, un rasgo físico es capaz de
evocar aspectos del pasado, del entorno y de la personalidad. La ropa puede
denotar la clase social, la capacidad económica o el grupo étnico. No es lo
mismo decir que “Juan trabajaba en la obra” que decir que “Juan tenía los
pantalones llenos de manchas blancas de yeso”. Un gesto puede dar a entender
una enfermedad (“sus manos no dejaban de temblar”), una actividad (“sus dedos
estaban llenos de pequeños cortes”) o un comportamiento (“tenía las uñas en
carne viva”). De nuevo hay que aplicarse la máxima de ¡No lo cuentes, enséñalo!
Al final, en cualquier
caso, es cada historia la que acaba definiendo el tratamiento que se hace de
los personajes. Y es cierto que hay que pulir con mimo las descripciones para
que no sobre nada, pero el que mejor conoce el ritmo de un relato es el propio
escritor.
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