Por desgracia, los escritores cuando mueren no dejan atrás gran cosa
(aparte de su producción literaria). Dejan, eso sí, bastantes propiedades
mundanas: La casa en la que nacieron, el estudio donde escribieron tal o cual novela y su tumba, en la que pueden haber ordenado grabar un epitafio más o menos
ingenioso. Vamos, como cualquiera. Sus cartas, sus manuscritos anotados, sus
plumas y sus máquinas de escribir no suelen aparecer en las exhibiciones de los
museos, y muy raramente en las de las bibliotecas.
No puedo defender el turismo literario. La mayoría de la gente lo considera
aburridísimo, y tiendo a pensar que tienen razón.
He ido a un montón de casas museo, y bien sé que casi todas son una
mierda. Estuve en la mansión de Victor
Hugo en París, visité la tumba de Oscar
Wilde en el cementerio de Père-Lachaise.
En Londres perdí una mañana mirando los textos manuscritos de Percy Shelley y de Horace Walpole y las correcciones de Angela Carter y de Clive
Barker. Fue como si hubiera visto a Dios, pero habrá muchos que se encojan
de hombros. También fui al Archivo de Protocolos de Madrid a ver documentos sancionados
con la elegante firma de Miguel de Cervantes.
Y aquí en Bristol —donde ya no estaré por mucho más tiempo— me senté en la
pequeña mesa de un pub donde, se dice, Robert
Louis Stevenson empezó a escribir las primeras páginas de La isla del tesoro.
Como digo, a mí me gusta hacer todo esto por absurdo que resulte: Ir a
sitios en los que no hay nada o casi nada y quedarme mirando al aire, pensando
en gente muerta que escribió libros cuya lectura marcó a hierro cada uno de los
años de mi vida.
Hace poco fui de viaje a Nueva York
y había un par de cosas que llevaba tiempo queriendo tachar de mi lista. La
primera de ellas era visitar la White Horse Tavern, sobre la que estuve
documentándome bastante para una de mis novelas (sí, Moral de frontera, esa misma), donde había ambientado una escena clave. También quería darme una vuelta por el Greenich Village para ver
de qué iba todo eso de la generación Beat, asomarme al hotel Chelsea, visitar
la casa de Truman Capote y otra
docena de cosas más. En fin, que Nueva York es ciudad literaria por excelencia y yo
quería aprovecharlo.
A medida que hacía todo aquello fui tomando notas, escribiendo algunas
reflexiones y anécdotas sobre esos escritores. No sé si son crónicas o relatos,
o una mezcla de todo. Ya lo he hecho antes por aquí: he hablado de la experiencia carcelaria de Edward Bunker y su colaboración con Tarantino, os
he contado una historia de fantasmas protagonizada por Chuck Palahniuk y
he reflexionado sobre la autoría de las obras de Raymond Carver.
Ahora quiero compartir estas otras historias con vosotros en pequeñas dosis,
empezando, cómo no, con Dylan Thomas
y la White Horse Tavern que hizo un
viaje muy parecido al nuestro, pero del que jamás volvió.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the
dying of the light.
Dylan Thomas, en Country Sleep, and Other Poems
Aquella noche
Es 4 de Noviembre de 1953, bien entrada la madrugada, y Dylan Thomas está
tomando el enésimo whisky sentado junto a una de las mesas de la White Horse Tavern.
Lleva meses sin sentirse bien.
Le duele el pecho, a menudo sufre desmayos que le obligan a acortar cada
vez más sus recitales de poesía, y hasta el mismo acto de respirar le resulta
insoportable. Desde hace unos días se está alimentando a base de alcohol y
huevos crudos.
Da otro sorbo al whisky, y es como si el whisky adormeciera a esa cosa que
se guarece en el interior de su cuerpo; esa maldita cosa que duerme, y que a
veces se despierta y muerde.
Da la espalda a las ventanas, como los halcones nocturnos del cuadro de
Hopper. Más allá están los muelles que van a parar al río Hudson, que tanto le
recuerdan a Swansea, en Gales. Sabe que afuera los noctámbulos del Greenich
Village se pasean por las aceras y que alguien puede reconocerle. Es famoso.
Sobre todo allí, donde a menudo se rodea por sus admiradores. Pero hoy no quiere que nadie le ría
las gracias. Hoy acaba de llorar delante de su amante. Le ha dicho que quiere
morir e irse al Paraíso. Luego le ha dicho que se marchaba a tomar algo al
White Horse Tavern. Es lo más parecido al Paraíso que conoce en este mundo.
Su colega, el también poeta Ruthven Todd, le había descubierto aquel
tugurio hacía tan solo año y medio. Antes le había llevado de peregrinaje etílico por todas partes, al
Blarney Stone y a todos esos bares sin alma de la gran manzana. Y entonces
llegaron al White Horse. Thomas estaba buscando un lugar en Nueva York donde
poder sentirse en casa, y el Horse lo tenía todo: Buenas ales, buen ambiente y
una conversación estimulante. En definitiva, era como esos pubs de Londres que
tanto amaba. Las noches locas del Village no solo incluían al Horse, por
supuesto: Iban a Julius a tomarse unas hamburguesas, se pasaban por San Remo
—otro lugar de encuentro literario en la gran manzana—, pero luego siempre
acababan volviendo allí a rematar la noche. El dueño está contentísimo
con él, pues ha doblado su público.
Buenos clientes además, pues los escritores beben el doble que la gente
corriente, y más o menos lo mismo que los estibadores que hasta hace poco
conformaban su clientela habitual.
Dylan Thomas se acaba el whisky, paga y se marcha. Cuando está en la puerta
se detiene. Se ha olvidado de darle propina al camarero. Vuelve y deja un
billete de dólar casi nuevo. Volverá mañana, pero esa será la última vez.
Embozado en su abrigo, recorre a tumbos la Octava Avenida hasta el Chelsea
Hotel. Entra en su cuarto, la habitación 206, se sacude la fría noche de encima
y exclama ante su amante: “Acabo de tomarme dieciocho whiskies. ¡Creo que es mi
récord!”. Luego, antes de irse a dormir, añade: “Te quiero, pero la verdad es
que estoy solo”.
Después
Dylan Thomas muere un par de días más tarde. Después llegarán las
estériles discusiones de los vivos que, en general, se centran en si Thomas
realmente se bebió dieciocho whiskies o “no más de la mitad” como afirmaría el
camarero que estaba allí aquella noche, y que se molestó en revisar las
cuentas. O como decía Liam Clancy, de los Clancy
Brothers:
“Los médicos le explicaron que si tomaba una sola copa de whisky más se destrozaría el hígado, así que hizo una pirámide de treinta y seis chupitos sobre la barra. Se quedó un tiempo mirando la pirámide, contemplándola. Entonces cogió el último vaso de la estructura, se lo bebió y, con convicción suicida fue consumiendo vaso tras vaso hasta acabar demoliendo la pirámide por completo”.[1]
Como si importara lo más mínimo. O aún peor, como si fuera lo único que
importara.
Dylan Thomas fue el mayor embajador de la White Horse Tavern, pero su
historia como meca literaria no acaba con su muerte. Más o menos por la misma
época Norman Mailer, junto con el novelista Vance Bourjaily, montó una especie
de reunión semanal de escritores en el pub. Uno de los asistentes recuerda:
“El primer día que fuimos seríamos unos diez, de los cuales sólo recuerdo a Mailer, a los Bourjailys y a Frederic Morton, y a los parroquianos de siempre, la mayor parte residentes irlandeses del Village (…). El White Horse todavía no se ha enterado de que va a convertirse en un pub literario. Y teníamos la triste sensación, o al menos yo la tenía, de que cosas así eran complicadas de montar en América. En determinado momento, Mailer sacó un billete de un dólar e intentó animar a alguien a que empezara una discusión con él sobre cualquier tema. Nadie lo siguió… y no habiéndose dicho nada reseñable nos fuimos, sin estar muy seguros de si habíamos logrado transformar el lugar en un bar literario o no”.[2]
Jack Kerouac, Allen Ginsberg y
William S. Burroughs también andaron por el número 57 de Hudson Street. Al fin
y al cabo, el Village fue uno de los epicentros de la Beat Generation, y de hecho, alguien garabateó en la puerta de los
baños: “¡Kerouac, lárgate a casa!”, aunque el aludido no debió hacerle mucho
caso. Seymour Krim, reportero del Village
Voice, se dejaba caer por allí; un tipo del que hoy no se acuerda nadie
pero que influyó decisivamente en el surgimiento del Nuevo Periodismo durante
la década de los sesenta. Y por supuesto también Hunter S. Thompson, quizá
bebiendo un vaso tras otro de Wild Turkey,
su marca favorita de bourbon.
Ahora
Hoy, el White Horse es uno de
esos bares que aparecen en las guías turísticas de Manhattan. Los viajeros
entran, se hacen una foto junto a la placa de Dylan Thomas que hay colgada en
la pared y se largan sin tomarse siquiera una copa. Nosotros pedimos unas ales
en la barra y nos sentamos en una de las pequeñas mesas de madera. Ella se va
al baño y yo aprovecho para abrir el cuaderno y garabatear las primeras líneas
de esta entrada para el blog.
Los escritores de hoy, los de verdad, ya no se pasan por aquí. Están todos
en Brooklyn, o en los bares del SoHo. Aunque los escritores de hoy, los de verdad, apenas
escriben en bares. Prefieren los Starbucks que salpican la geografía ortogonal
de la ciudad, donde tienen buena luz y enchufes de sobra para sus Macbooks.
Aquí ya solo quedan el fantasma de Thompson, el fantasma de Kerouac, el
fantasma de Thomas y nosotros, bebiéndonos unas cervezas con la mirada
extraviada en el Village. Y es que quizá también nosotros, que vivimos muy
cerca de Gales, nos sentimos en la White Horse Tavern un poco como en casa.
Nos levantamos para irnos, y ella me recuerda que hay que dejar propina a
la camarera. Dejo tres dólares en la barra. Hay cosas que cambian y cosas que
no cambian nunca.
An alcoholic is someone you don't
like who drinks as much as you do.
Dylan Thomas
Para saber más
[1] http://lastbohemians.blogspot.co.uk/2011/08/dylan-thomas-fatal-tour-in-greenwich.html (traducción propia).
[2] Ibid. (Traducción propia).
Fuente de la primera imagen, Dylan Thomas Digital Collection: http://libweb.lib.buffalo.edu/blog/poetry/?p=341
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