Hoy hemos vuelto a beber sidra en el parque
mientras leemos relatos en voz alta. Aunque aquí los parques no son como
vuestros parques.
No lo son, qué va. Allí tenéis naturaleza moldeada
con regla y escuadra, geometría perfecta, árboles domados con las ramas
amputadas por las sierras de los jardineros. Vosotros sois dignos herederos de
la escuela francesa de los jardines versallescos, con vuestras estatuas
alegóricas de divinidades atrapadas en el centro de una fuente. Los parques
aquí son bosques libres, hectáreas y más hectáreas, y en el aire se respira lo feral.
La hierba y el musgo lo visten todo de verde. El parque está salpicado por los
cadáveres de los robles azotados hasta la muerte por el viento, como mudas
advertencias de poderes superiores y de extraños dioses.
En esta suerte de recovecos nos perdemos. Llevamos
algo de comida y unas botellas de sidra. La última vez estuvimos leyendo en voz
alta relatos de Neil Gaiman. Empezó
casi como una broma. Estoy leyendo este cuento y es genial, ¿quieres que te lea
un poco? Vale, venga. Al final, yo leí “caballería”, un cuentito ligero y muy
inglés, y ella “el precio”, una historia de gatos negros y de demonios. Los dos
están contenidos en la antología “El cementerio sin lápidas y otras historias
negras” (Roca, 2010. Nota para el comprador potencial: Varios de los relatos de
esta compilación ya aparecieron en “Objetos frágiles”, 2006).
Hoy hemos ido más preparados. Yo he escogido “En
compañía de lobos”, de Angela Carter
y también “el wendigo”, de Algernon
Blackwood. Quiero aprovechar el escenario, usar la naturaleza como un
lienzo sobre el que pintar sus palabras. De este modo, logro truncar a estos dos
geniales escritores en improvisados dramaturgos. Y es que el primero de los
relatos empieza de la siguiente forma:
“Una fiera, y sólo una, aúlla en las noches del
bosque.”
¿Qué mejor lugar que éste para declamar esta frase,
apartados del camino y rodeados por todas partes por lo salvaje? El cuento
corto, de unas cuatro mil palabras, dio origen a la magistral película de Neil
Jordan (1984). Nació para ser contado, más que leído, como la versión original
que capturaron los hermanos Grimm. Hay algo atávico en la narración a viva voz,
algo que nos devuelve a la cueva y a la hoguera. Y el relato es perfecto,
redondo, de una carga simbólica extrema, a la vez narración y ensayo sobre el
folklore y los cuentos de hadas.
Después damos vida al horripilante wendigo con el
poder de la palabra, lo hacemos deslizarse entre los grises troncos y la espesa
maleza que nos rodea. A medida que leemos va creciendo la tensión, el hechizo
se va completando. Algún soplo de viento solitario nos acompaña ululante
durante parte del camino. Es como si el bosque quisiera recibir a los urbanitas
de vuelta. Todo es un teatro, claro, y por muy oculta que se encuentre la
tramoya, éste es un bosque acotado. En sus límites artificiales los hombres han
sembrado cemento y hormigón, como mongoles arrasando con sal los campos.
Los dos relatos son para mí segundas, quizá
terceras lecturas, y así es como debe ser. Declamados, en vez de leídos,
adquieren una extraña y deliciosa corporeidad. Cobran vida en nuestros labios y
se vuelven nuevos. A mitad de una de las historias, dos ciervos cruzan a saltos
el sendero medio devorado por la maleza. Son pequeños y al principio creemos
que son perros. Pero son ciervos.
Otro sorbo a la sidra. El dulce líquido calma
nuestras gargantas cansadas. Por fin nos levantamos y nos vamos de allí. No
queremos que se nos haga de noche. Volvemos al mundo de los coches y los
escaparates, de las luces amarillas, de las pizzerías y los camiones de
reparto.
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